Reseña desde la Coordinación de Biblioteca UNISABANETA

Leer a Han Kang es abrir una puerta hacia el abismo silente de lo humano. Su escritura se posa en los bordes del dolor, de la memoria y del cuerpo, sin necesidad de grandes gestos ni estridencias. Con una prosa minimalista y una paleta contenida —blanco, negro, rojo—, Han Kang construye universos donde el silencio habla más fuerte que las palabras y donde los personajes no son héroes, sino seres rotos que resisten desde la propia fragilidad.

En su narrativa, la metonimia se convierte en estrategia para decir sin nombrar, para sugerir sin imponer. Cada imagen está tejida con precisión quirúrgica: un espacio cerrado, una presencia mínima, un gesto apenas insinuado que, sin embargo, revela profundidades emocionales devastadoras. Su escritura rehúye los caminos fáciles del lugar común y de la metáfora gastada. En cambio, elige asociaciones inesperadas, visuales, casi pictóricas, que resignifican lo cotidiano y lo convierten en territorio de símbolo y en ocasiones de perturbación; en el que se trasega el miedo, la soledad o la rabia desde nuevos ángulos, menos transitados.

Leer esta autora, es enfrentarse a preguntas sin respuesta, a actos humanos que superan cualquier lógica, pero que siguen resonando en la conciencia. Su literatura no grita, pero hiere. No ilumina del todo, pero deja ver lo suficiente como para no volver a mirar igual.

Leerla es, también, una experiencia estética que exige atención plena: lo que parece leve es denso, lo que parece callado vocifera. Sus personajes —antihéroes silenciosos— no vencen, pero tampoco se rinden: combaten desgracias íntimas, persistentes, casi invisibles.

Recorrer sus páginas, es como sumergirse en un calidoscopio hecho de figuras punzantes que laceran lo más hondo e íntimo, hasta llegar a algo que ni sabíamos que habitaba en nosotros. Cada giro del relato nos enfrenta con lo incómodo, con lo que suele quedar fuera del foco: el dolor colectivo, la violencia estatal acolitada por el miedo o el silencio, la calamidad personal, la huella imborrable del trauma. Nos arrincona —sutil pero firme— justo donde Lovecraft ubica el mayor de los temores humanos: la incertidumbre de lo desconocido. Y no porque lo extraño venga de otro mundo, sino porque lo que consterna, esquirla y desestabiliza está aquí, entre nosotros, en nuestra historia.

Han Kang no es predecible, no se deja marcar el ritmo. No sabes qué es un indicio que fungirá como antorcha más adelante y qué es apenas una resonancia estética que conjuga la atmósfera para insuflarle imágenes que reverberan por pura necesidad poética. Todo parece importante. Todo parece una pista, no obstante, todo se desliza de la sospecha. Cada detalle meticulosamente esculpido, muestra una delicadeza visual que apela a todos los sentidos, disponiendo un banquete sinestésico que colma de belleza y precisión lo “paisajístico”, que ya no es adorno, es estructura. Su escritura obliga a desconfiar del andamiaje narrativo al que se está acostumbrado: no hay vestigios evidentes, ni promesas de cierre, ni redención a la vista.

Su prosa, sobria y balanceada, no permite que sus personajes se victimicen, pese a las eviternas tribulaciones con las que perviven. Tampoco da espacio para que el lector los mire con lástima rancia. Y aun así, conmueven y compungen con ardor. Porque lo que más duele no es lo que les pasa, sino el modo en que nos reflejan y cómo quedamos al desnudo, exhibiendo una herida que creíamos inexistente u olvidada en los fastos de la humanidad, allí donde dejamos lo que ya no queremos recordar ni admitir que hicimos, que hacemos, que somos.

Han, como un reguero de pólvora ardiendo, trae consigo la bolsa rebosante de los secretos que pretendíamos ocultar bajo un manto de olvido. Y sin permiso ni ceremonia, descorre las tapas de las ollas pútridas e infectas de lo que no queríamos reconocer que somos capaces de hacer… y de ser.

No se escuda en “la humanidad” como abstracción lejana, sino que nos señala —a cada uno— en el momento preciso en que somos habitados por la pulsión, la congoja, la insolencia o cualquier otra emoción o vivencia que nos arranque un poco de cordura, que nos despoje de la ilusión de la normalidad y nos sumerja en un estado de extrañamiento con lo propio, en un espacio donde se desdibujan los límites entre lo biográfico, lo ficcional, lo onírico, la memoria akáshica, el trauma, el burnout, la murria… o simplemente, la experiencia humana en todo su fulgor.

Por todo ello, se podría afirmar que Han no solo escribe: pone espejos. Su obra lastima, no por crudeza sino porque nos expone. Porque ya no estamos a salvo frente a la página, fuera del libro. Ella ha encontrado la forma de salirse, de romper el límite del texto y sentarse a nuestro lado para recitarnos al oído nuestros temores, nuestras inconsciencias colectivas, nuestros autosaboteos, la ruindad que aglutina la existencia. Pero no por ello nos deja sin belleza, sin misterio, sin el asombro o el deleite que provoca lo que, siendo terrible, también es profundamente humano.

Luces y sombras; el túnel lleno de antorchas en el largo camino narrativo que nos lleva hacia el sí mismo, a los confines de nuestra psiquis —colectiva e individual—. Hemos sido expuestos. Ni siquiera sobre una mesa de autopsia habríamos quedado tan al descubierto.

📚 Por eso, desde la Coordinación de Biblioteca de UNISABANETA te extendemos una invitación muy especial para leer y conversar sobre su obra Actos humanos, una novela que encarna todos estos rasgos con una fuerza estremecedora y visceral. Es una lectura que, en muchos pasajes, obliga a contener el aliento y oxigenar las páginas, porque algo —no sabes bien qué— se desliza por la espalda, se acurruca en el lagrimal y te obliga a respirar lento, muy lento, para volver a ubicarte, para volver a habitarte.

Nos vemos este viernes a las 7:00 p.m. en el Tertuliadero NOBEL-esco, vía Meet.
Porque leer a Han Kang es también un acto de humanidad y el osado viaje de catar la vulnerabidad e integrar la propia sombra.